viernes, 4 de enero de 2008

欢迎!

Mientras escribo estas palabras estoy sentado en un apartamento pequeño en Tianjin, una de las ciudades más grandes que nadie conoce. Las paredes que separan mi apartamento del de mis vecinos están hechas con una especie de material corrugado que tiene todo el espesor del aire, así que puedo oír claramente como la esposa de mi vecino se ríe con la radio mientras él sufre de una tos que amenaza con expulsarle un pulmón. Cuando miro por la ventana veo una avenida con cuatro carriles, dos para automóviles y dos para bicicletas, y aunque hay cientos de autos y taxis volando por encima del asfalto, la cantidad de estos no se compara con el mar de bicicletas y motos que transitan por ahí. Veo avisos escritos con marañas de trazos y puntos que parecen más sucesiones de minúsculas obras de arte que elementos de un alfabeto legible y comprensible.

En otras palabras, estoy en China.

La vida en el Reino Medio es a veces agobiante, ocasionalmente alentadora, pero siempre interesante. Nunca faltan detalles por descubrir o vidas por comparar, y a veces hasta el más mínimo aspecto de la cultura china puede evocar sentimientos de asombro. Hay veces que odio vivir aquí; hay veces que no me quiero ir nunca. Hay veces que siento ambas cosas al mismo tiempo.

China es un país lleno de contradicciones e inigualdades, una paradoja cultural milenaria cuyo todo es más que la suma de sus partes. Enloquecedora, confusa, sobrecogiente, pero más que nada única. China es muchas cosas, pero sólo hay una forma de describir este país sin recurrir a la hipérbole: China es, y siempre será, china.

Acá hay historias que contar, sí.